4 de noviembre de 2023

ÉTICAS PARASITARIAS




En su monumental obra Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna (1989, Paidós 1996), el filósofo canadiense Charles Taylor (*Montreal 1931), fino analista de la modernidad, examina un rasgo característico de las posiciones éticas modernas descedientes de la Ilustración radical: La ocultación de la motivación moral es la tónica del naturalismo ilustrado. Materialistas y ateos no pueden admitir sus fuentes morales que son "mutaciones de las formas de espiritualidad cristiana", pues se desvinculan radicalmente tanto de la religión como de cualquier especie de iusnaturalismo o "metarrelato". No obstante es posible describir cómo secularizan la moral cristiana, estoica o epicúrea, en las que hunden sus raíces y sin las cuales se vacían de fundamentos. Taylor obtuvo el premio Ratzinger por su profundo y cuidadoso análisis sobre la secularización y también el prestigioso premio Berggruen en 2017 con un jurado de lujo (Amartya Sen, Damasio, etc).

El término "metarrelato" refiere a una narración, una alegoría, un conjunto de mitos o "misterios" que se presentan como narrativa sagrada, universal o totalizadora y que buscan explicar la realidad y la historia de la humanidad, su origen y fin, así como la esencia del bien y del mal. Los filósofos posmodernos cuestionan la validez de estos relatos y argumentan que no hay una única narrativa que pueda explicar la extraordinaria complejidad de la realidad. Por supuesto y en nuestra tradición cultural, uno de esos grandes relatos es el que aporta la tradición cristiana, y otro, emparentado con el primero, el que aporta la tradición rusoniana que supone al hombre bueno por naturaleza, con su correlato socialista, o proveniente de la tradición hobesiana (Hobbes, Locke) en su vertiente absolutista o liberal. 

Es evidente que "la cuna del hombre la mecen con cuentos" -como cantó el poeta León Felipe- y lo cierto es que nuestra conciencia depende de cuentos más o menos edificantes, parábolas y relatos que nos edificaron, pues las fuentes morales están estrechamente vinculadas a la clase de estructuras narrativas en las cuales elaboramos el sentido de nuestras vidas, nuestra identidad moral hija de memoria, imaginación y voluntad. La antropología y la etnografía actuales están de acuerdo en esto y dan valor e importancia a las cosmologías y teogonías de los pueblos que estudian. 

La dignidad que nos otorgamos como personas depende del origen que el relato teogónico y antropogónico nos atribuye. La idea de un progreso indefinido hacia una utopía de igualdad, fraternidad y justicia no deja de ser también un relato, es decir, un mito, que justifica determinadas acciones en base a la tiranía de un fin necesario, deseable y futurizo. El fin no justifica los medios, por eso Utopía es esa señora de noble rostro y manos manchadas de sangre, pues en su nombre se han cometido los mayores abusos. El mismo Rousseau ve en el progreso de la razón calculadora un signo de corrupción social. Que la Utopía tenga una función moralmente ambigua o se use para justificar genocidios y crímenes, no quiere decir que podamos pasarnos sin el incentivo creativo de su horizonte, si bien es necesario contemplarlo con realismo y prudencia, pisando tierra y conscientes de nuestra naturaleza y orígenes.

La modernidad se deshace, aparentemente, de relatos tradicionales, pero incurre en otros. Rousseau hace de Dios la Voz de la Naturaleza o la Voz del pueblo, Vox populi vox Dei, hipostasiando la Voluntad general y atribuyendo a la propiedad privada, en su relato, el origen de todos los males. La codicia es la Serpiente del Paraíso y la propiedad privada su pecado genuino (el marxismo totalitario sacará punta afilada a este mito)... 

Pero ya Locke se había despojado de la creencia en el pecado original sustituyéndola por una variante naturalista: la inclinación innata de los seres humanos a la egolatría y el poder personal, males a los que podemos sumar la tendencia a la pereza y el orgullo. Pero Locke está preparando el terreno para la posterior doctrina ilustrada de la inocencia del amor propio. El deísmo ilustrado (creencia e idea de Dios que excluye dogmas, liturgias e Iglesias) acabó por suprimir todo lugar para la gracia, don divino que ayudaba, según la teología cristiana tradicional, no sólo a discernir la bondad natural y hacerse con sus virtudes filosóficas (sensatez, valor, prudencia, justicia), sino también a sobrepasarla en orden a la santidad con las excelencias teologales: fe, esperanza y caridad. Sin embargo, los deístas como Voltaire tampoco se alejaron del cristianismo, sino que se inspiraron en escritores de la tradición erasmista y estoica (la existencia de una correspondencia apócrifa entre Séneca y Pablo muestran hasta qué punto el estoicismo -como el neoplatonismo- fecundó la nueva fe).

Las éticas modernas, un "cristianismo racionalizado", apelan a estos metarrelatos (por ejemplo al de la Ley Natural o al del Progreso, secularización de la Providencia), no tanto directamente, pero sí cuando se confrontan entre sí polémicamente. Gustavo Bueno tuvo el valor de reconocerlo. El filósofo español sabía que la Cultura, con mayúsculas, es el mito moderno -y académico- que sustituye al Reino de la Gracia. Las principales palabras-fuerza de las éticas modernas son condenatorias. Gran parte de lo que les sustenta se infiere de la furia con que atacan o refutan a sus enemigos. 

El marxismo sería una excelente ejemplo de esto. No hay una ética explícita en el marxismo, sólo se apela a la justicia desde la denuncia de la injusticia: la explotación del hombre por el hombre, el "robo" de la plusvalía... No se define lo posible-justo en una sociedad real. Las bases cristianas del anarquismo son aún más claras. Muchas herejías de la historia cristiana condenadas por la ortodoxia han venido de una interpretación ácrata del dogma y una exaltación de la libertad individual y la pobreza voluntaria.

Se trata de filosofías autoincubridoras, parasitarias en última instancia del cristianismo, puesto que todos los moralismos, inclusos los ateos, son deudores del cristianismo y apelan sin reconocerlo a sus valores, lo mismo la "solidaridad" socialista, secularización de la caridad cristiana, del amor fraterno o agapé y efecto secular del comunitarismo cristiano (tan presente en las fundaciones y misiones jesuíticas de la Nueva España), como la creatividad esteticista, hija del creacionismo y del personalismo cristiano. 




Pero en la derecha política sucede igual con el utilitarismo que pregna gran parte del pensamiento político del liberalismo: se denuncia el orgullo o la soberbia con que otras éticas no utilitarias elevan ciertos objetivos por encima de las satisfacciones comunes y sensuales, pero apelar al orgullo como un error (o un "pecado") sólo tiene sentido dentro de un contexto cristiano que hace de la humildad virtud principal.

El utilitarismo, igual que el socialismo, hablan desde posiciones morales que dan por supuestas y que no pueden justificar ni reconocer. Este tipo de visión sólo resulta eficaz cuando se vive en la oposición, porque se nutre de los horrores de aquellos a quienes ataca. Esto explica por qué el izquierdismo español debe recurrir una y otra vez al franquismo o a la insurrección militar que activó la guerra civil, insurrección que por otra parte ya había puesto en marcha el frentepopulismo. 
De hecho, las costuras de la Segunda República reventaron por sus dos extremos. En las trincheras, la bandera republicana brillaba por su ausencia. Nadie quería democracia. Liberales y templados (como Ortega o Chaves Nogales), si pudieron, huyeron del conflicto. El rojo y negro de comunistas, anarquistas y falangistas tenía por meta la revolución o la involución, pugnaban por un totalitarismo de signo opuesto, pero en ningún caso por un régimen parlamentario pluralista.

El burgués seculariza los mitos, los vuelve abstracciones. Las abstracciones de la burguesía republicana tenían poca fuerza al lado de las utopías y mitos que sacralizaban la lucha popular, lo que podríamos llamar la vividura poética de la guerra o su realismo heroico. Para  bien y para mal es entre mitos, no entre abstracciones, donde el hombre vive y habita poéticamente. La política de las banderías convierte sus colores en símbolos. Un símbolo es sagrado en la medida en que representa un mito.

A la pregunta ¿qué es lo que permite que un sujeto humano reconozca el bien? no cabe responder diciendo que porque el bien es racional. Sin duda cualquiera podría encontrar razones para preferir la muerte del enemigo antes que la pérdida de su dedo meñique y el cariño incondicionado de la mayoría de las madres tiene muy poco de racional. La razón es un instrumento poderoso, sin embargo puede usarse para construir cámaras de exterminio eficaces. La consideración intrumental de la razón ha sido criticada ampliamente por los filósofos de la Escuela de Franfurt, esos "rabinos laicos" como les llamó el reaccionario (reacción contra la Modernidad) ensayista Aquilino Duque.

La ética formalista de Kant es una de las formulaciones más directas e inflexibles de la postura moderna. En el centro de su idea moral se halla el concepto de dignidad humana (Würde). Lo que debo hacer no es necesariamente lo que me hace feliz, sino lo más digno, aunque me duela o produzca efectos indeseables. Kant se rebela contra el magisterio de la Naturaleza, a la que llama "madrastra" antes que madre, pues los impulsos naturales no nos inclinan siempre precisamente a lo más digno, sobre todo cuando falta la voz de la conciencia, o sea, el imperativo incondicionado del "tú debes". Esa voz interior ya no depende de ningún yugo externo, heterónomo, sino que declara su plena competencia moral, su autonomía. Ser un agente racional es actuar por razones, pero entre estas razones, "dialécticas", metafísicas o -digamos- superiores, están las ideas de un Alma libre, un Mundo ordenado y un Soberano Bien, postulados de la libertad moral que garantizan al final la identidad de excelencia y felicidad. La Ética de Kant no tiene un fundamento empírico, sino metafísico. (Javier Echeverría ha buscado recientemente una ciencia del bien y del mal inspirada en el reconocimiento de valores y bienes naturales...).

Pero el Principio de Esperanza que supone a Dios como fin de fines y garante de la dignidad humana no es en puridad un principio lógico ni una evidencia empírica, ni tampoco la conclusión de un razonamiento certero, anselmiano o tomista. Se trata de una mera suposición, y la deuda de Kant con el estoicismo y con San Agustín es tan obvia como la influencia de Rousseau, si no más. Todo depende de la transformación de la Voluntad indivifual. "¡Sapere aude!", lema kantiano de la Ilustración, significa tener el coraje de usar la propia comprensión con intención santa. La voluntad y sus intenciones son así los únicos poderes que pueden ser buenos o malos en este mundo desde un punto de vista estrictamente ético. La intención es lo que cuenta; es decir, la forma de la acción, no su contenido, posición formalista esta que ya asumieron los estoicos. Incluso la mentira y el homicidio pueden estar moralmente justificados si la intención es noble, por ejemplo animar a un enfermo terminal o impedir que un inocente sea asesinado por un delincuente.

No obstante, cargar todo el peso ético en la autorrealización individual, ayudada por el triunfo de lo terapeútico y los panfletos de "autoayuda", sin reconocer bienes externos a la propia voluntad, incurre en contradicción, pues nada contaría como "realización" en un mundo en que literalmente nada fuera importante aparte de la autorrealización. Es evidente que las afiliaciones comunitarias no pueden ser relegadas a un segundo término... A Kant le faltó una Crítica de la razón comunicativa.

Kant escandalizó a los ilustrados hablando de "la maldad radical de la naturaleza humana". La ilustración es esta transformación de la voluntad como "salida del hombre de la inmadurez con la que se ha cargado a sí mismo". Su metafísica del deber está hondamente enraizada en la teología cristiana (variante pietista), aunque su concepción sea radicalmente antropocéntrica y Kant faltara a los servicios eclesiales, cosa que le reprochaban algunos de sus alumnos. La pregunta más difícil de contestar es para Kant: qué o quién somos.

El relato de un Dios todopoderoso que se humilla voluntariamente permitiendo que su Hijo sea crucificado por nuestros pecados, es decir, para redimir a la Humanidad, es veta dominante en la interpretación que se ha dado de la Encarnación y una de las raíces del humanismo cristiano. "El deísmo -explica Taylor- reformuló la fe cristiana en torno a la imagen de un orden natural diseñado inter alia para un bien humano autónomo". Supone, primero, la bondad  de Dios pues su acción beneficia a la humanidad y, segundo, la afirmación antijerárquica de la vida corriente como posible espacio de santificación. La dimensión del agapé o fraternidad cristiana, que luego se deslizó secularmente hacia la benevolencia, la solidaridad o el altruismo, brillaba por su ausencia en las obras de los escritores precristianos, así como la exaltación del amor en la vida corriente. 

El sentido de la superior dignidad del hombre, que hoy asociamos como razón seminal a la invención extraordinaria de los Derechos Humanos tiene un origen cristiano. No hay más fundamento para suponer derechos especiales en el humano, derechos que brillan por su ausencia en la naturaleza (en la que es ley la adaptación y la fuerza), que la idea de que el humano participa de algún modo misterioso de lo divino, como criatura hecha a imagen y semejanza Suya. Lo mismo pasa con el individualismo moderno, presente ya en el interiorismo agustiniano: In interiore homine habitat veritas.

Vivir una vida corriente de acuerdo a la Ley Natural pensada como Voluntad Divina supone evitar vicios, aceptar el natural amor propio y su espontánea búsqueda de la felicidad, la realización de las disposiciones naturales se muestra entonces en su inocencia. Un naturalismo así permite rechazar las morales ascéticas y despreciar mortificaciones y sacrificios. Ciertamente las aspiraciones e ideales espirituales amenazan con imponer aplastantes cargas sobre la humanidad y la religión se ha asociado recurrentemente con la represión sexual, la mutilación y hasta el martirio, como si algo humano tuviera que ser inmolado para satisfacer a los dioses. La revuelta naturalista tuvo sus buenos motivos para ir contra las exigencias ascéticas de la religión, pero un bien no es necesariamente inválido porque haya conducido históricamente a la violencia o a la destrucción. De hecho, perseguir un bien hasta el fin suele resultar catastrófico, no porque no sea bueno, sino porque existen otros que no pueden ser sacrificados sin causar males.

La identificación de la Ley natural con la Razón y orden del mundo exige que nos elevemos hasta la perspectiva del todo y nos preocupemos de la felicidad general. La natural benevolencia, hija de la compasión, ayuda. Los buenos sentimientos se vuelven normativos en el emotivismo escocés; el sentimiento disfrutará de un estatus sin precedentes en la vida moral, aunque no está claro qué criterios permiten distinguir un sentimiento bueno de otro malo, ya que ni siquiera el odio puede ser considerado universalmente malo, porque hay sin duda actos y actitudes odiosas como el machismo o el racismo. 

Experimentar ciertos sentimientos pasará a ser condimento esencial de la vida buena. El romanticismo verá en esos sentimientos que experimentamos, al observar los objetos de la naturaleza, la eterna fuente del bien, la divinidad que se agita en nuestro seno (Laurence Sterne, Sentimental Journey), pero también en sus secuencias libertinas se verá en la naturaleza un gran depósito de fuerza amoral. Es el caso de Sade o de Nietzsche, un poeta tardorromántico.

Es cierto también que el desarrollo de la ciencia moderna, desde sus comienzos, ha estado ligado a una perspectiva religiosa, partiendo del mecanicismo de la teología nominalista, y aún hoy es posible observar que los interrogantes científicos pueden por igual inspirar una clase de piedad o de increencia. Si bien ya no vivimos en la Edad de la Creencia, en la que todas las fuentes morales implicaban a Dios, y es cierto que pocos consideran ya la existencia de Dios obvia, nuestro sentido de la certeza o la problemática de Dios son relativos a nuestro sentido de las fuentes morales. Dichas fuentes son múltiples: semitas, testamentarias, pero también greco-latinas. La incongruencia entre ellas es fuente de incertidumbre, pero también de dinamismo creativo... 

El filósofo Richard Taylor


"Todas las posiciones se problematizan por el hecho de que existen en un campo de alternativas. No obstante, mientras que lo que se cuestiona de la fe es su verdad, también se ponen en entredicho la dignidad y la naturaleza en cuanto a la verdad de su adecuación. El persistente interrogante del teísmo moderno es simplemente: ¿existe realmente un Dios? La amenaza en los márgenes del humanismo moderno no teísta es: ¿importa?". (Charles Taylor, Fuentes del yo, 4ª: La voz de la Naturaleza, cap. 18: "Horizontes fracturados").

Lo cierto es que, a pesar de la decadencia del Infierno y del decaimiento del culto o de la oración, el humanismo secular arraiga en la fe judeocristiana; surge de una mutación que se desarrolla en el seno de esa fe. Somos por ella particularmente sensibles a las demandas de igualdad y de justicia social. Si bien hoy aceptamos con naturalidad que un ateo puede ser perfectamente decente y preferimos a un agnóstico antes que a un fanático, también hemos de aceptar que la religión no hace necesariamente a sus fieles obsesos desalmados o reprimidos puritanos. La liberación completa de la religión y de la metafísica tradicional es la propuesta patológica del sadismo. Recordemos que los grandes genocidios del siglo XX, comunistas o nazis, fueron concebidos y causados por ideologías y regímenes ateos.

Las llamadas "filosofías de las sospecha" son también "filosofías encubridoras" que parasitan a sus adversarios. Todos los moralismos ateos, y muy señaladamente el puritanismo farisaico de la "cultura de la cancelación" (woke) son deudores del cristianismo y apelan sin reconocerlo a sus valores. Si la modernidad se caracteriza por la mercantilización y hasta el borrado de los valores eternos, Bien, Verdad, Justicia, Belleza, de los que -como decía Platón- sólo tenemos un vislumbre, transformados en valores mercantiles y crédito bancario, tal vez no sea ocioso -como propone Taylor- reescribir aquellas fuentes y recuperarlas mediante interpretaciones prudentes.



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