15 de noviembre de 2021

EL ESTETA HELIOGÁBALO

Heliogábalo, emperador que escandalizó
a los romanos entre 218 y 222

El poder absoluto corrompe

Heliogábalo tomó el nombre del dios solar al que servía en Emesa, una ciudad de Siria, como sacerdote de El-Gabal o Helios Gábalo. Su abuela, Julia Mesa, le compró el Imperio a base de sobornos para prolongar la dinastía de los Antoninos. Dice de este emperador fray Antonio de Guevara (Década de Césares, 1539) que fue mancebo virtuoso y recogido durante veintiséis años, para ser durante otros seis, hasta que fue degollado en un retrete, el emperador más absoluto y vicioso que tuvo el Imperio Romano. Encantos no le faltaban al joven, que había sido bien educado: guapote, grácil, ducho en armas, con corte de pelo militar y ojos tan brillantes como los del mismísimo diablo.


Es un buen ejemplo de lo que puede enloquecer el poder absoluto y de la crueldad de su ejercicio injusto cuando su cetro cae en manos de un orate esteticista. ¡Muchos caudillos, líderes y lideresas, reyes y emperadores, o eran locos o se volvieron majaretas! Hedonista, promiscuo, narcisista hasta el endiosamiento, Heliogábalo ataba a su carro mujeres desnudas para azotarlas y que tiraran de su “divinidad”. En una fiesta, por diversión, ahogó lentamente a unos invitados atados a una noria. En un certamen de gladiadores hizo soltar serpientes venenosas entre el público, y en un templo repleto de gente piadosa mandó meter cien gatos y diez mil ratones, cien galgos y mil liebres, y cerró las puertas para que se armara la marimorena y darse con ello el espectáculo del terror ajeno. Tampoco desdeñó soltar leones, leopardos y osos en una de sus cenas palaciegas, veladas que iluminaba haciendo quemar en los candiles bálsamos carísimos traídos de Judea y Arabia.

En el comer –dice Guevara- era “curioso, costoso y goloso”. Comía en mesas de plata: crestas de gallo, lenguas fritas de pavos reales y lenguas cocidas de ruiseñores, sin desdeñar las pepitorias de cabezas de papagayos, siempre que hubieran sido buenos habladores. ¡Y eso que fue animalista! Hizo una ley que prohibía echar de casa a cualquier animal por enfermedad o vejez y comía y dormía con dos perrillos mauritanos a los que alimentaba con higadillos de ánsares y mollejas de avutardas, por fastidiar y poner a prueba a sus cazadores. Hacía barrer su cámara con una escoba de pelos de oro.

Amigo de truhanes, bufones, chocarreros y prostitutas, se rodeó de lo más abyecto de Roma. Las suelas de sus zapatos eran de piel de unicornio (¿rinoceronte?) y cuando no andaba en pelotas se engalanaba con gemas preciosas y abundantes anillos y ajorcas. Su fina piel no aguantaba menos que la más pura y carísima seda. Tuvo a un sabio eunuco por consejero, un tal Gannys, que intentó moderar al joven emperador, hasta que este le apuñaló. Despreciaba a los senadores, exilió a los que le caían antipáticos, y ejecutó a uno para robarle la esposa, pero se aburrió enseguida de ella y se casó con otra joven aristócrata. En su boda se sacrificaron más de cincuenta tigres. La repudió enseguida porque le vio una marca antiestética no sabemos dónde. No contento con esto, mancilló la obligatoria y santa castidad de una vestal, Aquilia Severa, a la que también despreció luego.

Denario de Heiogábalo


Lo mismo le daba a la pluma que al pescado. Se depilaba la barba con un ungüento que le dejaba el cutis como el culo de un bebé, usaba redecilla para el pelo, maquillaje de ojos y colorete, y pasaba los días entre colipoterras y golfos, cantando, bailando y tejiendo, estridentemente afeminado y exhibicionista, pionero reinona. Como amantes masculinos los prefería bien dotados; despidió a Aurelio Zótico porque no trempaba lo suficiente: no podía “despertarse” cuando lo requería el emperador. Sádico pero también masoquista, travestido de mujer pedía a su privado Cassius Dio que le maltratara. No desdeñaba los lupanares de los arrabales romanos, hasta que, por comodidad, instaló mancebía en palacio o, como dice Guevara, “hizo de palacio ramería”.

No le faltaba imaginación al joven césar para buscar intensas emociones y placeres límite. Una vez llenó un montón de ánforas de moscas, invitó a sus convidados a que las comieran, y cuando estos huyeron ante el desagradable mosquerío, dejó que las volátiles devoraran los manjares de su mesa: Lord of the flies, como el demonio. Disfrutaba disponiendo mesas bajas para los gigantes; y para los enanos, altas; o gastando bromas de pésimo gusto, como cuando emborrachó a sus amigotes prometiéndoles a los postres bellas huríes y consiguió que se acostaran en lo oscuro con esclavas negras, feas y viejas. Organizó con sus secuaces regatas navales sobre estanques profundos rellenos de vino en los que algunos, ebrios o sin saber nadar, se ahogaron ante el éxtasis del resto.

Dice Guevara que Heliogábalo no se contentó con practicar todos los vicios conocidos, sino que se preció y desveló por inventar algunos nuevos. Cuando llegaron unos nigromantes y adivinos egipcios a Roma, les consultó sobre su futuro. Asustados, los astrónomos alejandrinos intentaron darle largas, pero le confirmaron que su vida sería breve. Ya su aguda e intrigante abuela Julia Mesa apostaba por su primo para suceder al monstruo. Heliogábalo ni corto ni perezoso empezó a pensar con morbo en cómo le asesinarían. Hizo construir una “torre suicida” a cuyos pies amontonó arena dorada. Pensó en apuñalarse con una espada de oro o colgarse con un lazo de seda trenzado, dogal que tenía que ser –oh muerte glamurosa- de color escarlata.

En marzo del 222, harta de escándalos y sandeces criminales, la guardia pretoriana irrumpió en palacio matando papagayos, pavones, perros, gatos, monos…, Heliogábalo huyó a sus jardines y se refugió en la letrina de una cuadra, asomando la cabeza desde el inmundo agujero. Un comandante dio con él y le rebanó el pescuezo. Tras matarle, los romanos arrastraron su cuerpo por Roma y tiraron lo que quedó de él al Tíber. Derribaron sus estatuas, persiguieron y liquidaron a todos sus “colegas”, compinches y secuaces, de juergas, bacanales, orgías, espectáculos crueles y asesinatos variados, quemaron sus ropas y destruyeron cuanto pudieron su memoria (damnatio memoriae). No se le nombraba sin escupir en tierra. No llegó a cumplir los treinta y tres. El poeta Ausonio le describió como el monstruo más sucio e inmundo que llegó al trono imperial.

Se le ha comparado con Gadaffi. El tirano libio también se hizo rodear por una escuadra de desenvueltas amazonas con tacones altos, labios pintados y corsetería de alto nivel. Ambos tiranos derrocharon fortunas en palacios extravagantes y ambos murieron de indigna manera: el coronel encogido en un desagüe y Heliogábalo hundido en la mierda de un retrete. Ya lo intuía Platón, que a los dioses no se les escapa una. Ni uno. Platón, no obstante, fue amigo de un tirano benevolente e ilustrado, el primer Dionisio siracusano, hasta que se disgustaron… De esa historia hablaremos otro día.

La lección moral de Mejía

Pedro Mejía, el caballero 24 de Sevilla dedicó uno de los capítulos de su Silva de varia lección (1540), el 29 de la segunda parte, a "los extraños y admirables vicios de Heliogábalo, Emperador que fue de Roma, y de sus excesos y prodigalidades increíbles". La palabra prodigalidad, en este caso, está cargada de connotación moral negativa, es el derroche excesivo e injustificado. Lo contrasta con el valor viril del Gran Tamorlan, al que Mejía ha dedicado el capítulo anterior. 

Heliogábalo es paradigma para el filósofo sevillano de afeminamiento vicioso, pusilanimidad, desorden sexual y extravagante despilfarro. Duda el recatado Mejía si describir todos sus vicios "por guardar la común honestidad". 

"Porque verdaderamente algunos Emperadores y Reyes ha habido en el mundo tan viciosos, y tan malos, que parece fuera bien, que de ellos no se escribiera nada, y que su memoria fuera perdida."

Pero así como el filósofo natural trata de hierbas venenosas para que las evitemos, el filósofo moral describe las malas costumbres para que las huyamos y así el pueblo que tiene un buen gobernante se mostrará agradecido, y así los que los tienen malos los sufrirán con paciencia sabiendo que han existido otros peores.

Mejía lo pinta de mujeriego, afeminado y madrero. Parece no encontrar contradicción entre los dos primeros adjetivos. Tan madrero que la primera vez que fue al senado llevó a su madre consigo y exigió que se le preguntase su voto y sentencia. También creó un senado para mujeres solas. Y puesto que en el otro sólo se juntaban varones, la medida no parece tan descabellada. Pero luego se nos dice que en ese señado femenino se trataba, discutía y determinaba cual tenía que usar tal vestido, cual debía usar carro y cual litera, cual podía lucir oro en el calzado "y así otras cosas ridículas".  Era una especie de tribunal femenino del glamour.

En sus palacios, Heliogábalo juntó ramería de ambos sexos o, por decirlo más modernamente, de todos los géneros y orientaciones sexuales, para amigos y criados. Preciábase tanto de la compañía de las prostitutas que las hizo llamar en "ayutamiento público", entrando con ellas en hábito de mujer (travestido), como capitán en presencia de su ejército. Hizo entonces una oración muy larga, sugiriendo nuevas maneras y géneros de deshonestidad (¿refiere Mejía a lo que hoy llamamos parafilias?, seguramente). Añadió a este "senado" heraldos de abominables ayuntamientos y malditos mozos que vendían su cuerpo, a los que colmaba de oro.

Se afeitaba y maquillaba. Más: juntó médicos y cirujanos para que obraran en sus carnes con tal que le dejasen hábil para usarlas como mujer, "pensando que era posible" -añade Mejía, temerario. Ya lo es-. En este sentido se muestra pionero. Otra cosa es que se juntase con lo peor y diese cargos a canallas, desterrara de Roma a sabios y juriconsultos.

"En estas tales batallas, y ejércitos gastaba este virtuoso Emperador su tiempo, sus rentas y sus riquezas" -comenta Mejía con ironía. No consentía en sentarse sino entre flores, ámbares y almizcles odoríferos y no comía sino manjares carísimos. Ofreció una fortuna a quien le cazara y cocinase el Ave Fénix. Había que espolvorear la tierra que pisaba con limaduras de plata y oro. No repitió camisa ni calza. Dormía en colchones, no de pluma ni lana como los demás humanos, sino rellenos de pelos de liebre y plumón de perdiz. Hasta los orinales se le fabricaban con piedras raras como las cornerinas. Tenía a gala no haber hablado con la misma mujer dos veces.

Mandó que los negocios diurnos se hiciesen de noche y los de la noche, de día.


Heliogábalo y la Plumofobia

"De Heliogábalo se cuenta que buscaba por todo el imperio onobelos (señores con pene de burro) para su satisfacción, que sus banquetes eran orgías en las que podías terminar sepultado por un derramamiento de pétalos de rosa o comiendo heces de león, que recorría las calles de Roma de madrugada prostituyéndose, que construyó unos baños públicos en palacio y allí escogía futuros esclavos sexuales" .

¿Realidad o leyenda? Hoy también se reivindica su figura, argumentando que estas atribuciones mezclan realidad con ficción, y que su crimen principal no era tal, sino el ejercicio explícito de la homosexualidad masculina. ¿O tal vez fue víctima de una madre ambiciosa de poder, la marioneta inmadura de una manipuladora?

Las rosas de Heliogábalo, Lawrence Alma-Tadema, 1888.


Alana Portero (aka, la gata de Chesshire) afirma en su artículo "El crimen de Heliogábalo" que la figura del emperador romano Heliogábalo fue sepultada por la historia porque en él se magnifica lo maldito como reflejo de los miedos de una sociedad obsesionada con valores extremadamente rígidos, valores patriarcales y machistas. "La historiografía occidental y blanca, de natural mojigata y supremacista, suele etiquetar todo lo que no le conviene de monstruoso". 

Evidentemente, había mucha hipocresía en la descalificación del joven sirio por su manera de vestir o por su credo oriental. Aunque las prácticas homosexuales eran comunes, como lo han sido y serán siempre, se reconozcan o no como correctas y buenas, o como desviadas y perversas, Julio César, por ejemplo, se ocultaban detrás de un barniz de plumofobia y en alarde de fervor guerrero y de austeridad militar. De hecho, la cultura romana fue una cultura esencialmente militarista.

Antonin Artaud trató a Heliogábalo de "anarquista coronado". Y donde la historia ve una monstruosidad imperdonable otros ven, con alguna justificada razón, a un adolescente atormentado por las convenciones sociales y luchando por afirmar su identidad diferenciada en un universo histórico aún demasiado crudo y violento. En Heliogábalo se magnifica lo maldito -dice Aka. No se tiene en cuenta que se le hizo emperador absoluto -y por tanto se le nombró semidiós- con catorce años, y que le asesinaron con dieciocho. 


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