Larva de la procesionaria del pino. |
Durante siglos la ciencia occidental definió al ser humano
por una propiedad específica que poseería en exclusiva y de la que carecerían
el resto de animales: inteligencia o razón (no matizaremos aquí las importantes
diferencias entre razón e inteligencia). Tal antropología o visión del hombre
no impidió que se atribuyeran conductas astutas al zorro, previsoras a la
hormiga, libertinas a la cigarra o memoriosas al elefante. Los animales suplían
la falta de inteligencia con el instinto. Sin embargo, entre el hombre, dotado
de alma inmortal, y el animal se decretaba un abismo infranqueable. A fin de
cuentas, ¡el hombre había sido creado en el último día y a semejanza de Dios!
Desde Darwin ya no hay solución de continuidad entre el
reino animal y el humano. Somos mamíferos y primates, animales con gran cerebro
pero que aún no han sacado todas las implicaciones oportunas de esta nueva
fraternidad o hermanamiento: la unidad de
origen de todas las criaturas vivas. Ni el comportamiento de los animales
es invariablemente irracional, ni los seres humanos se comportan sólo
inteligentemente. La inteligencia, aun inconsciente, está muy repartida. La
capacidad de aprendizaje de los animales superiores es variable, aunque no sea
tan extraordinaria como en el hombre, pero la diferencia es de grado, no absoluta. También ellos
resuelven problemas.
Una exageración contraria, cada vez más recalcitrante, a la
tradicional distinción es la de aquellos que humanizan a las bestias y
bestializan al ser humano, considerando a este una especie tan irracional como
dañina, una especie de fracaso evolutivo; y a los animales, sobre todo a sus
mascotas, como seres poco menos que angelicales. Sin embargo, y aun siendo una
diferencia de grado, la distancia entre un mono que empalma dos cañas para
“pescar” termitas y una chavala que pergeña en las cuerdas de un violín una
melodía de Mozart, o resuelve con un teorema un problema de geometría, es
enorme.
Ortega decía que los humanos ya no tenemos instintos, sino
“muñones” de instintos, no de otra forma se explicaría que una madre pueda
acabar con sus hijos por despecho (Medea) o un bravo soldado entregar
heroicamente su vida por la de sus camaradas. No obstante, esta afirmación de
Ortega también es exagerada. La inteligencia no elimina el instinto, sino que
se mezcla armónica o inarmónicamente con él. De la contradicción entre las
imposiciones de la cultura y las apetencias del instinto procede lo que Freud
llamó “el malestar de la cultura”, porque la buena educación nunca nos deja
hacer lo que nos da la gana. Pero en general, la cultura no contradice las
pulsiones instintivas, sino que las amplía y satisface mejor. Seguramente el
desarrollo de la inteligencia se perfiló al servicio de deseos básicos de
supervivencia, reproducción, crianza, distinción… Por eso decía Hume que la
razón sirve a las pasiones como el cuerno sirve al rinoceronte, es un
instrumento para satisfacerlas.
Los bebés sonríen instintivamente a una cartulina con dos
manchas que simulan ojos y una línea curva que simula labios, luego
discriminarán a quién sonríen y cuándo, cuando “extrañan”. La sonrisa empática,
como el mostrar la palma de las manos vacías, “mira, no llevo armas”, son
gestos universales de apaciguamiento. La Kinesia o Ciencia de la comunicación
no verbal ha estudiado el importante papel de la posición relativa y
movimientos del cuerpo en las relaciones humanas. Sus aplicaciones en márketin o
en política resultan utilísimos. Cuando la música ahoga la palabra en una
caseta de feria, son las miradas, los sonidos, los sabores y olores y los
movimientos del cuerpo lo que cuenta, como entre el resto de animales.
Para un etólogo (estudioso del comportamiento animal), un
partido de fútbol es un espectáculo fascinante en el que se repiten gestos y
señales de colaboración, amenaza, apaciguamiento… El con-tacto, el tono de voz,
el olor de la sudoración, son esenciales en toda comunicación personal,
interacción de complejidad extraordinaria; y a la interacción del mundo real se
ha sumado en nuestra época la comunicación virtual. Más que el “animal
racional” somos un “animal comunicativo” o, más precisamente, un “animal en
comunicación”. Por eso la soledad nos vuelve locos. Y esa comunicación es tan
inteligente como instintiva, tan consciente como inconscia, tan intencional
como mecánica.
Desde antiguo nos hemos servido de reclamos sexuales que
juegan un papel capital en los perfumes y aceites corporales, más
conscientemente las mujeres que los varones. Gracián habla en su Criticón de los “gatos de Algalia”,
refiriendo a la civeta africana, mamífero carnívoro que posee una glándula
perineal que segrega un licor espeso cuya fragancia es apreciadísima en
perfumería desde antiguo.
Si nuestra especie requiere más de una señal de
apaciguamiento y disponibilidad, no es porque seamos capaces de más violencia
que un tiburón o un avispón, sino porque, como otras muchas especies, hemos
tenido que pelear muy duramente para sobrevivir en medio de un mundo hostil en
el que el pez grande se come al chico y la tribu de enfrente crece a costa de
la propia si nos descuidamos. Si no poseemos garras, inventamos hachas. Pero
casi tendríamos garras si no nos cortáramos voluntariamente las uñas. Sin el
hacha difícilmente hubiéramos convertido peligrosas selvas en campos de cultivo
y civilizadores jardines, y seguiríamos siendo básicamente primates carroñeros
de sabana.
Se dice que el humano es el único animal que mata a los de
su propia especie o el único que disfruta, cruelmente, con el sufrimiento
ajeno. No es cierto. Un gran felino es capaz de matar a sus hijastros para
perpetuar sus genes y es impensable que lo haga sin placer. De hecho, los
animales no hacen más que aquello que les place porque les da la gana y no
evitan sino aquello que les causa dolor. Existen hormigueros que se hacen la
guerra. Y he visto como una comadreja degüella a todo un palomar, cuando para
alimentarse sólo necesitaba un pichón. Es cierto que únicamente el hombre tiene
capacidad para complacerse con el mal. Pero también es el único animal que se
complace con el bien. Puede el hombre apiadarse de la criatura a la que
sacrifica para alimentarse; la fiera salvaje, jamás. Y esto es así porque las
bestias del mar o del monte carecen de conciencia ética, gran verdad contenida
en el relato del Génesis bíblico
donde al árbol de nuestra perdición se le llama, precisamente, Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal…
Y tras comer del árbol prohibido –se dice- sintieron vergüenza. O sea, que se les abrieron
los ojos, o los corazones, de la conciencia ética. He aquí una emoción bastante
humana, me atrevería a decir que específicamente humana y de la cual depende
todo el orden moral: la vergüenza. En un diálogo platónico (Protágoras), Zeus dispone que aquellos
que nazcan sin vergüenza sean ejecutados o apartados de la ciudad como
apestados. El hombre sólo puede ser sinvergüenza precisamente porque es por
naturaleza vergonzudo, y es la vergüenza, una de cuyas especies es el temor al “qué
dirán”, más que la conciencia del mal, lo que elementalmente nos impide ser
malos. Hace años se preguntaba Mario Bunge si está en decadencia la vergüenza.
No lo está, lo que sucede es que nos dan vergüenza acciones que deberían
honrarnos y nos honramos con los productos de la codicia, los efectos de la
mentira o con las delectaciones viciosas. Nuestra vergüenza está mal educada.
Para evitar la muerte en caso de conflicto o duelo, el lobo
perdedor se echa sobre el lomo y le ofrece el cuello en señal de sumisión al
lobo alfa. Hacen lo mismo sus descendientes domésticos. También en los seres
humanos hay gestos parecidos, por ejemplo, el gesto del antiguo vasallo que de
rodillas ante el señor junta las palmas de sus manos, “puedes atarme”, o la bandera
blanca que enarbola quien se rinde. Pero esos gestos variadísimos son rituales
aprendidos con un alto valor simbólico, como las novatadas, y no solo pautas de
acción predeterminadas por genes. Y es aquí donde el humano se vuelve un animal
verdaderamente interesante, artístico, inventor, creador de nuevas formas de
deleite, y ahora también de novísimas formas de vida, de vivientes patentables.
No obstante, muchas de nuestras conductas no son resultado
de una decisión voluntaria individual, sino imitadas, contagiadas. Como el
bostezo, las emociones se contagian. Sobre todas la más primitiva: el miedo.
Por eso el terror es arma política tan poderosa, afecta a la inteligencia
rebajándonos a gregarios, engañándonos a nosotros mismos hasta hacernos ver lo
blanco negro y lo negro blanco, pensando, por miedo al qué dirán o al qué
pensarán otros, que el bien está mal y el mal está bien. El miedo a ser
marginado, el pánico a la soledad, son móviles poderosos de la conducta
criminal. El peor castigo para un niño o un adolescente es la exclusión del
grupo en el que desea sentirse atendido y valorado.
Procesionarias del pino. |
La inducción simpatética o empática de comportamientos es
usada por el agitador profesional para movilizar a la masa, de la que Ortega
decía que es “la gran desalmada”, porque la masa carece de razón, inteligencia,
alma. Es la masa de energúmenos que lincha sin juicio previo cuando la
conciencia individual está de vacaciones. Cuando la gente está alienada por la
manada, hace cosas que jamás haría el ser humano individual. Ese ciempiés de la
masa parece tener muchas cabezas o por lo menos dos, pero en realidad son dos
culos lo que ostenta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario