Por José Biedma
A mi alumnado de Educación
para la Ciudadanía,
muy especialmente para
Borja y Pablo.
Me llamo Harold. Soy grandote, pero doy algo de pena. Como mis
movimientos resultan patosos y desmañados,
la gente, desde que era un niño, se ríe fácilmente de mí.
Nací en Haarlem, una ciudad de Holanda. Es un lugar tranquilo
en la desembocadura del río Spaarne, a 20 kilómetros de Ámsterdam. En mi ciudad hay museo de
pintura, donde se exponen cuadros de maestros del siglo XVII. Lleva el nombre
de uno de ellos: Fran Hals, que murió
en Haarlem, en plena Edad de Oro de la pintura flamenca. De pequeño, cuando mi
maestra me llevó a ver esas pinturas, me quedé tan impresionado que quise ser retratista.
Pero pronto me di cuenta de que carecía de aptitudes para el dibujo.
Haarlem vive de la producción y comercio de tulipanes, de la cerveza y de la industria chocolatera. Mi padre es propietario de
una fábrica. Le hice caso y estudié derecho mercantil y marketing. Me tuve que esforzar mucho para conseguir mis títulos. Ya he dicho que no soy muy avispado. Me
iba a incorporar al negocio familiar cuando un desengaño amoroso me afligió profundamente.
A punto de casarnos, Femke, mi novia de toda la vida, me abandonó por mi mejor
amigo, Karel. El disgusto me paralizó: rabia, odio, frustración, humillación,
desesperación, melancolía… ¿Cuánto tiempo llevaban pegándomela? Puedo ser
torpe, ¿pero ciego? Pensé en asesinarlos, pero yo no he matado a una
mosca en mi vida, en realidad –como decía mi padre- de puro bueno era tonto. De
pronto, opté por darle un giro total a mi vida, y decidí dedicarme por una vez a
lo que me gustaba, y lo que de verdad me agradaba era hacer reír a la gente,
sobre todo a los niños.
Por eso me hice payaso y mimo ambulante, otro “holandés
errante”. Enterré la mitad de mi corazón en Holanda junto a los bulbos de los
tulipanes. Mi tristeza podría ser motivo de alegría si le aplicaba un poco de cómica
cosmética y repartía la otra mitad de mi corazón a cachos. En lugar de rumiar
mi tristeza, sentar la cabeza y hacerle caso a mi padre, decidí poner tierra de
por medio y viajar por Europa, ganándome la vida con mis payasadas. Así
conocería a gentes de otros países y me sentiría útil alegrándoles la vida por
un rato. Conocí las bellas ciudades de Italia: Venecia, Florencia, Pisa, Siena,
Roma… Me dijeron que Nápoles era una ciudad peligrosa donde campaba a sus
anchas la mafia, pero a mí me trataron bien allí, incluso hice el amor una
noche con una joven morena. ¡Ay!, aún recuerdo el perfume de su cuello. Era
caricaturista y se llamaba Marcia. También recorrí las pequeñas ciudades del Midí francés, donde la vida transcurre dulcemente
y la gente es ceremoniosa y cortés (avec politesse).
Pidiendo la voluntad por hacer mis gracias, ganaba lo
suficiente para mantenerme, aunque algunas veces pasé hambre y tuve que dormir
al raso, pero en esos luminosos países mediterráneos, donde es raro que hiele o
nieve, las noches son menos duras que en Holanda. No importa si uno pasa una noche en un pajar o
debe dormir en un prado, o en el banco de una plaza.
Por fin decidí entrar en España. No me atrevía a
hacerlo porque recorro las carreteras en bici cargado con mis bártulos (el
ejercicio físico me evita recordar), y la península ibérica es un país muy
montañoso. “Harold –me dije- tómate las cosas con calma”. Entré por Cataluña,
donde además de español hablan una lengua propia. En Tarazona lo pasé muy bien
e hice algunos amigos en una feria local. Y me las prometía felices en
Andalucía, donde dicen que la gente es abierta, hospitalaria y generosa. Allí nacieron
grandes poetas de la literatura universal como Antonio Machado o García Lorca.
Camino de Granada, me desvié para visitar Úbeda y Baeza,
pequeñas ciudades de la provincia de Jaén, un cruce de caminos enmarcado por grandes sierras desde las que se despeña el Guadalquivir. Esos
lugares han sido declarados Patrimonio de la Humanidad; dos joyas históricas y
renacentistas que recuerdan bastante las de Italia. ¡Había que ganarse el bocadillo!,
así que monté mi número en una gran plaza de Úbeda, frente a una iglesia
gótica. Hacía frío, pero el sol de febrero me calentaba y alegraba.
Sin
embargo, cuando apenas había empezado a trabajar, empezaron a lloverme naranjas,
bolas de papel y aluminio y, por fin, piedras y latas. Un grupo de adolescentes se mofaba de mí y
me insultaban. Yo, que había sido feliz provocando risas, ahora era humillado
por las risas crueles de unos mequetrefes. Me llevé una gran sorpresa cuando,
tras perseguirlos, pude comprobar que no se trataba de mendigos o de maleantes borrachos
o drogados, ¡sino de estudiantes de Secundaria! Entré en su centro escolar y
hablé con su secretario. ¡En ningún sitio me habían tratado así! Con mi trabajo
callejero, ¿hacía yo daño a alguien? Mostré mi indignación como pude, porque
apenas sé unas cuantas palabras de castellano. No quise denunciar a aquellos “cafres”
(con perdón para los cafres), aunque desde luego estaba en mi derecho a exigir
una reparación, ¿o acaso no soy yo ciudadano europeo? España, ¿no es también
Europa? El profesor me prometió que los culpables serían identificados y castigados.
¿Cómo era posible que aquella ciudad que había sido centro
de cultura y arte en los siglos siglos XVI y XVII albergara ahora tales fieras?
¿Qué le había hecho yo a aquellos chicos para que me infamaran y agredieran? Por la noche, más tranquilo, ya no me importaba que aquellos
salvajes fuesen castigados por echar por
tierra en un rato algo que para mí era como una redención, como una vocación:
mi trabajo de payaso. Algo se me rompió ese día muy dentro. Apenas soy ya capaz
de calzarme los zapatones y de encasquetarme la bola roja en mi narizota de holandés. Temo
que las risas que provoque no sean expresión de alegría y felicidad, sino un
síntoma patológico de desprecio y rabia.
¿Qué le hice yo a aquellos chicos? ¿Qué le había hecho yo a
Femke para que me abandonase? ¿Cómo fue posible que Karel, mi mejor amigo, mi
cómplice de travesuras infantiles, casi mi hermano, me traicionase de aquella forma?
Mi padre tiene razón. A pesar de mis años, todavía soy un
bobo, un inocente. No hay que fiarse de
nadie. El animal humano es cruel y malvado por naturaleza. Donde habita y
trabaja Abel, siempre hay un Caín escondido, resentido y celoso, esperando en
la sombra su ocasión para descalabrarle con una pedrada. ¡Todos llevamos dentro
a esos dos hermanos desgraciados!
Harold de Haarlem, expayaso
Cuestionario
1. ¿Tiene algo que ver la ciudad holandesa del payaso con el barrio neoyorquino de Harlem?
2. ¿Cómo se describe a sí mismo Harold? ¿Le fue fácil terminar sus estudios?
3. ¿Por qué no se incorporó al negocio familiar y por qué se hizo payaso?
4. Busque información sobre la leyenda del "Holandés errante".
5. Dibuje un mapa de Italia y sitúe en él las ciudades que se citan.
6. ¿Qué significa politesse? ¿es lo mismo que la hospitalidad?
7. ¿Por qué tardó en visitar España? ¿En qué provincia española está Tarazona?
8. ¿Qué le pasó en Úbeda a Harold?
9. ¿Cómo se explica el comportamiento de los chicos que se metieron con él y le lanzaron objetos?
10. ¿Cómo se sintió después Harold y cuáles son sus conclusiones?
11. ¿Está usted de acuerdo con ellas?
12. ¿Quiénes fueron Caín y Abel? ¿Por qué Caín asesinó a Abel?
13. ¿Qué le parece la imputación de cainismo que hacen algunos críticos a la historia cultural y política española?
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