27 de octubre de 2025

DECORO

Cicerón (106-43 a.C.), gran orador público
y filósofo romano

EL DECORUM CICERONIANO

MARCO TULIO, alias CICERÓN (llamado así por la verruga garbancera que adornaba su mejilla), no sólo fue un extraordinario político y orador público, cuyos discursos aún sirven de modelo a quien desee adiestrarse en usos y recursos de la buena oratoria o retórica, también fue excelente filósofo humanista que naturalizó en latín muchos de los términos y argumentos de las grandes escuelas áticas: Academia, Liceo, estoicismo…

En su Tratado de los deberes (De officiis), escrito poco después del asesinato de César por Bruto, auténtico compendio de moral práctica que inspiró a Voltaire y a Kant, Cicerón refiere en múltiples ocasiones a la virtud o excelencia del decoro (decorum). Lo considera inseparable de la honestidad (tal vez como eco estético de un hecho ético). Afirma que la diferencia entre honradez y decoro es más fácil de intuir que de explicar. Al decoro le precede la honestidad. Servirse de la razón y del lenguaje con prudencia, obrar reflexivamente, advertir lo que hay de verdad en las cosas y defender esta verdad, esto es lo decoroso. Lo justo es siempre conforme al decoro; lo injusto, en cambio, es vergonzoso e inconveniente.



En cualquier caso, el decoro se halla unido íntimamente a la virtud o excelencia moral y es de dos especies: general, que aparece en cada una de las virtudes (templanza, valentía, prudencia y justicia) y que puede definirse como “todo lo conforme a la dignidad y excelencia del humano, en cuanto la naturaleza humana difiere de los demás seres vivientes”; y hay otro decoro especial que atañe a la particular naturaleza de cada uno siempre que se acompaña de moderación y un cierto matiz liberal.

Cicerón piensa que los grandes poetas dramáticos respetan el decoro al hacer que lo actos y dichos de sus personajes se encuentren en perfecta consonancia con su carácter. El decoro que resplandece en cualquier vida propiamente humana suscita la aprobación de aquellos con quienes vivimos. Y al revés… Me pregunto si hoy es más difícil la convivencia y arrecian lamentables soledades precisamente por no saber guardar los convivientes el necesario ‘decorum’, pues quien actúa decorosamente evita causar daño y molestias a los demás. Del decoro deriva el deber primero, el de procurarse una plena y constante armonía con la razón o ley natural. En esto Cicerón es estoico, heredero de las enseñanzas de Panecio de Rodas; por eso, la mayor fuerza del decoro reside para él en la sensatez, templanza o moderación.

Igual que nos agradan los movimientos corporales cuando son armónicos y conformes con la naturaleza (y no es muy propio de la dignidad humana el andar “perreando”), tanto más serán de alabar los movimientos de ánimo cuando se ajustan a las leyes naturales, y en el hombre, ser dotado de razón, es de todo punto preciso que la razón gobierne y rija, y que los apetitos (de placer o de dominio) se sometan y obedezcan a la razón. Evitemos, por tanto, -pide el buen republicano-, la temeridad y la negligencia; obremos de modo que podamos dar cumplida razón de nuestros actos.

Nada mejor que la guarda y conservación del carácter propio, el cultivo de las buenas cualidades y de la personal originalidad, para llevar una vida honrada y decorosa. El modo de proceder es no hacer nada que atente contra la humanidad y, respetándola, obrar en consecuencia con nuestro carácter. Es indispensable el conocimiento de uno mismo, pues de nada sirve perseguir objetivos que nos sean inaccesibles. “Nada a despecho de Minerva (diosa de la sabiduría) es decoroso”, y nada vale contra la fuerza y el orden de la naturaleza. Tampoco sirve imitar a los demás si con ello nos traicionamos. El decoro se expresa así en coherencia e integridad moral, de ahí la conveniencia de que cada uno examine atentamente su propio carácter y lo dirija a buen fin, ya que nuestras decisiones son decorosas si se corresponden con nuestra verdadera naturaleza, si son consecuentes con nuestra idiosincrasia.

Ofrece el decoro tres características: gracia, ordenada regularidad de movimientos y el conveniente modo de vestir, que no es vanidad como se suele creer, sino una muestra del liberal deseo de agradar a aquellos con quienes convivimos. Ni que decir tiene que la obscenidad y la impudicia destruyen el decoro. Hoy, como en la Roma decadente de los Claudios, de las conversaciones obscenas e impúdicas se hace negocio pseudo-terapéutico, pseudo-informativo y, peor, la impudicia rinde económicamente como espectáculo mediático. Por eso me parece útil recordar las palabras de este romano sabio, enemigo del borracho líder Marco Antonio, del que fue víctima. Reconoce igualmente Cicerón lo que llama el “prejuicio del pudor”, que no hay que confundir con el decoro, es decir, conviene que podamos hablar sin pudor de malversar, falsificar, defraudar… y es triste que el acto honesto de engendrar hijos no pueda ser designado decorosamente con su nombre.

Cicerón vincula el decoro esencialmente a la superior dignidad del buen ciudadano libre y concibe ya la fraternidad universal que alcanza su expresión jurídica en el derecho de gentes, pues todos los hombres formamos parte de una gran familia. Es la justa medida de las acciones del hombre honrado la que conserva el orden familiar y civil, igualmente asociado a lo que los filósofos griegos llaman eutaxía y eukairía, o sea el saber escoger y comportarse según el lugar y la ocasión o, para abreviar, el sentido de la oportunidad (kairós): el buen juicio para escoger tiempos y espacios oportunos para realizar esto o lo otro.

Cicerón reitera una y otra vez el perjuicio moral que entraña separar lo útil de lo honroso. Las cosas que parecen más necesarias y útiles no lo son cuando entrañan deshonestidad: “Hemos de concluir forzosamente que lo que no es honesto no podrá ser jamás útil”. Así pues, “si lo que se pretende es alcanzar el poder por cualquier medio, este poder no será útil si se ha obtenido con ignominia” (III, 22). No puede, pues, aplicarse el nombre de útil o necesario a lo que no es decoroso.

Puede la palabra aleccionar, pero es el ejemplo el que mueve y arrastra, particularmente el de padres, maestros y personajes públicos. No parece superfluo llamar la atención sobre esta virtud olvidada, el decorum ciceroniano, y exigir decoro a quienes exhiben malas maneras desde los grandes medios de comunicación, y tampoco parece inútil reclamarlo en orden a la conservación o restauración de las buenas costumbres en las instituciones públicas, cuando por causa de ambiciones y sesgos de banderías se pierde tan fácilmente el respeto a la dignidad de la humanidad compartida y se hace de ello propaganda, entretenimiento y espectáculo. ¡Oh tempora, oh mores!

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LA DISTANCIA DEL DECORO

En su libro La agonía del Eros (Herder 2014), Byung-Chul Han (filósofo alemán de origen coreano, premio Princesa de Asturias de Comunicacióin y Humanidades en 2025) lamenta la imposibilidad de concebir al otro como algo más que un consumo sexual en las relaciones amorosas actuales, valoradas por su rendimiento hedonista y en las que el amor se positiva hasta convertirse en mera fórmula de disfrute, como una excitación y una emoción sin consecuencias. En esta su expresión efímera decaen, justo por no haber en él caída (to fall in love) el empeño y herida de la pasión. Tampoco se conservan en lo erótico actual el decoro, esa distancia...

"Si el otro se percibe como objeto sexual, se erosiona aquella 'distancia originaria' que, según Buber, es 'el principio del ser humano' y constituye la condición trascendental de posibilidad de la alteridad. La 'distancia originaria' impide que el otro se cosifique como un objeto, como un 'ello'. El otro como objeto sexual ya no es un 'tú'. Ya no es posible ninguna relación con él. La 'distancia originaria' trae el decoro trascendental, que libera al otro en su alteridad, es más, lo distancia"

Chul Han concluye que el caso es que hoy se pierden cada vez más la decencia, los buenos modales y también el distanciamiento, a saber, la capacidad de experimentar al otro de cara a su alteridad. Hay que darle la razón a E. Levinas cuando afirma --verdad de Perogrullo que el enamoradizo narcisista olvida-- que si fuese posible conocer, poseer y aprehender al otro, entonces ya no sería otro. No se puede amar de verdad al otro desponjándolo de su alteridad, sólo se lo puede consumir.



Para el hombre moderno (varón o mujer) conocer es poseer, y al poseer se pierde todo interés, el deseo mengua sin remedio. "Por eso apenas se ama: como mucho, se copula..." (Félix Trull). La falta de distancia provocada por la accesibilidad sexual inmediata, apresurada y estéril, puede interpretarse como una consecuencia de la falta de decoro.


Del autor:

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